Por Aldo
Vivimos una época marcada por la desconfianza hacia las figuras de autoridad. En lo político, en lo social e incluso en lo espiritual, se busca autonomía, autenticidad, autodeterminación. En este contexto, muchos se sienten cómodos hablando de “Dios”, pero sienten incomodidad creciente al mencionar a Jesucristo. Se le considera un gran maestro, un reformador ético, incluso un símbolo de compasión. Pero rara vez se le reconoce como lo que afirmó ser: el Hijo del Padre Creador, mediador único entre Dios y los hombres, y modelo supremo de vida espiritual.
Desde el pensamiento del Patrocentrismo Trinitario, el segundo paso hacia una espiritualidad auténtica es precisamente este: reivindicar a Jesucristo. No como un personaje admirable del pasado, sino como el puente viviente entre la criatura y el Creador, el rostro visible del Padre, el camino que estructura toda relación con lo divino.
En muchas espiritualidades contemporáneas se observa una tendencia preocupante: hablar de valores cristianos sin referencia al Cristo. Se exaltan la paz, la justicia, el amor, la fraternidad… pero se omite la fuente de donde brotan. Se difunde un “cristianismo descafeinado”, moralista, humanista, pero desligado del misterio central de la encarnación.
Este fenómeno no es nuevo. Ya en el primer siglo, los apóstoles enfrentaban corrientes que querían reducir a Jesús a un profeta, a un sabio o a un espíritu. Pero la fe cristiana auténtica afirma con claridad: Jesucristo es el Hijo eterno del Padre, hecho carne, crucificado, resucitado y glorificado.
Sin Él, no hay mediación. Sin Él, no hay revelación plena del Padre. Sin Él, no hay acceso al Espíritu Santo.
El Evangelio de Juan es tajante: “Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Esta afirmación es la clave de toda cristología: Jesús no solo habla de Dios; Jesús revela al Padre.
Cuando decimos “Padre Creador” —como propone el Patrocentrismo Trinitario— no lo hacemos desde la especulación, sino desde la experiencia del Hijo. Es Jesús quien nos enseña a decir “Padre”. Es su vida la que encarna esa relación filial. Por tanto, sin Jesucristo no es posible una comprensión profunda de Dios como Padre.
Reivindicar a Jesús es devolverle su lugar central, no como accesorio devocional, sino como eje teológico, espiritual y existencial.
Muchos aceptan a Jesús como guía moral, pero niegan su carácter de mediador. El apóstol Pablo lo dice sin ambigüedades: “Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús” (1 Tim 2,5).
¿Por qué necesitamos un mediador? Porque el corazón humano, herido por el ego, no puede por sí mismo alcanzar la comunión con el Padre. Jesucristo, en su doble naturaleza —divina y humana— es el puente perfecto. Él no solo señala el camino: Él es el camino. No solo transmite la verdad: Él es la verdad. No solo inspira vida: Él es la vida (cf. Jn 14,6).
El Patrocentrismo Trinitario propone una espiritualidad que no busca al Padre en solitario, sino a través del Hijo. Porque toda verdadera relación con Dios pasa por el encuentro con Cristo.
Aceptar a Jesús como mediador no implica solo reconocimiento doctrinal. Implica configuración existencial. Reivindicarlo es también imitarlo. En Él vemos el modelo perfecto de relación con el Padre:
La espiritualidad cristiana no consiste en sentir emociones religiosas, sino en adoptar la forma de vida de Cristo. En hacer nuestra su oración, su obediencia, su compasión. En vivir —como dice Pablo— “ya no yo, sino Cristo en mí” (Gál 2,20).
Aunque el Padre es el centro de esta corriente filosófico-espiritual, Cristo es su llave y su luz. No hay acceso al Padre Creador sin el Hijo. Esta es la estructura trinitaria de la revelación: el Espíritu nos mueve a buscar al Padre, pero es Jesús quien nos lo revela.
Por eso, el Patrocentrismo Trinitario no es un retorno al deísmo ni una forma disfrazada de monoteísmo abstracto. Es una reubicación del lenguaje y de la fe en torno al verdadero Dios: el Padre revelado por el Hijo y comunicado por el Espíritu Santo.
Reivindicar a Jesucristo es más urgente que nunca. En un tiempo que exalta la espiritualidad impersonal, el relativismo religioso y la autosuficiencia moral, proclamar a Jesús como único mediador y modelo de vida no es una imposición, sino una invitación a la verdad.
Él no vino a fundar una religión, sino a restablecer la relación entre el hombre y su Padre. Y solo quien lo reconoce, lo escucha y lo sigue, puede entrar en la plenitud de esa filiación.
El segundo paso hacia la perfección espiritual —según el camino del Patrocentrismo Trinitario— no es una declaración abstracta, sino un compromiso radical: Jesucristo como mediador único, como Hijo del Padre Creador, como forma viva de la fe.