Por Aldo
En los últimos siglos, la palabra “Dios” ha sufrido una transformación radical: de ser un nombre pronunciado con temor reverente y precisión teológica, ha pasado a convertirse en un término genérico, usado tanto para invocar lo trascendente como para decorar exclamaciones seculares. Pero esta erosión no es solo lingüística; es espiritual. En este proceso de desgaste, hemos dejado de ver a Dios como lo que realmente es: Padre Creador. Y con ello, hemos perdido uno de los ejes centrales de la relación espiritual: la filiación.
El primer paso propuesto por el Patrocentrismo Trinitario para la restauración de una vida espiritual auténtica es claro: reconocer a Dios como Padre Creador, y sustituir el uso genérico del término “Dios” por una denominación relacional, concreta y significativa.
Al decir “Dios”, sin más contexto, entramos en una zona gris. ¿De qué Dios hablamos? ¿Del Dios bíblico, trinitario, revelado en Jesucristo? ¿De una divinidad filosófica, impersonal, platónica? ¿De una fuerza universal? ¿De una proyección del deseo humano?
Esta ambigüedad puede parecer incluyente, pero en realidad diluye. Porque lo que no se nombra con precisión, no se ama con profundidad. Y lo que no se ama con profundidad, no transforma.
En el lenguaje cotidiano y religioso, decir simplemente “Dios” puede terminar reforzando una imagen imprecisa, que oscila entre un juez distante, un creador ausente, o un principio metafísico sin rostro. Ninguna de estas imágenes permite una experiencia plena de filiación.
Nombrar a Dios como Padre Creador implica un cambio radical de enfoque. Ya no hablamos de un ser abstracto, sino de una fuente viva, amorosa y generadora. El término “Padre” no es un arcaísmo cultural, sino un signo relacional profundo: expresa origen, pertenencia, cuidado, herencia. Decir “Padre Creador” es situarse como hijo, como criatura, como destinatario de un acto de amor.
Jesús no llamó a Dios simplemente “Dios”. En sus momentos de mayor intimidad —en la oración, en la cruz, en la enseñanza— lo llamó “Padre”. El término arameo “Abba”, usado por Cristo, era una forma familiar, cercana, íntima. Al enseñarnos a orar, no dijo “Dios nuestro”, sino “Padre nuestro”. Esta distinción no es retórica: es esencial. Cambia la teología, cambia la oración, cambia la vida.
El reconocimiento de Dios como Creador no se limita a una afirmación cosmológica. No se trata solo de quién puso en marcha el universo, sino de quién nos da el ser en cada instante. La creación es continua. Decir “Padre Creador” es reconocer que existimos no por azar ni por necesidad, sino por elección amorosa. El Creador no es un ingeniero cósmico: es un Padre que llama a la existencia y sostiene.
Este reconocimiento transforma la espiritualidad. Ya no nos acercamos a lo divino con temor abstracto, sino con gratitud filial. No buscamos solo respuestas, sino relación. No exigimos milagros, sino guía. No pedimos justicia fría, sino misericordia paterna.
Esta sustitución no es un gesto simbólico. Es una disciplina espiritual. Implica revisar el lenguaje litúrgico, la oración personal, la enseñanza, e incluso el habla cotidiana. Implica volver a decir “Padre Creador” con convicción, hasta que ese nombre reconfigure nuestro corazón y nuestra mente.
Este lenguaje no excluye la Trinidad. Al contrario: la fundamenta. Porque el Padre es inseparable del Hijo que revela su rostro y del Espíritu que lo comunica.
El uso genérico de “Dios” ha abierto la puerta a muchas confusiones modernas: deismos impersonales, espiritualidades sin vínculo, religiosidades sin compromiso. En cambio, el uso deliberado de “Padre Creador” reconecta la fe con su núcleo bíblico y cristiano.
El beneficio de esta precisión no es solo teológico. Es existencial. Cambia la forma en que oramos, en que hablamos de lo sagrado, en que nos vemos a nosotros mismos y al prójimo. Porque si Dios es Padre, entonces el otro es hermano. Y si Dios es Creador, entonces la creación no es objeto de consumo, sino de contemplación y cuidado.
El reconocimiento del Padre Creador no es un ejercicio lingüístico, sino un acto de verdad. Es volver a nombrar con exactitud lo que hemos aprendido a decir con vaguedad. Es recuperar la identidad del Dios vivo. Es restaurar la relación entre Creador y criatura, entre Padre e hijo.
En tiempos de confusión espiritual, el primer paso hacia la claridad es saber a quién invocamos. Y decir “Padre Creador” es comenzar el camino del Patrocentrismo Trinitario: un camino que no parte de conceptos abstractos, sino de una filiación concreta, viva, transformadora.